Cuentos a la hora del té

Allá por los albores del siglo XIX, la VII duquesa de Bedford, Lady Anna María Stanhope, sintió un día un repentino desfallecimiento que le hizo ordenar a uno de sus criados que le sirviera un té con algo de pan con mantequilla para calmar un malestar que, sin duda, era fruto del hambre. Eran, aproximadamente, las cinco de la tarde. El resultado fue tan extraordinario que la duquesa optó por repetir el rito todos los días haciendo partícipes, desde luego, a todas sus amistades, entre las que se encontraba la propia reina Victoria. Nació así, más que una merienda insulsa, el acto social por excelencia, al que los ingleses se entregaron con pasión, no ya por el té –que conocían desde siglos atrás y nunca había levantado mucho entusiasmo– sino por las propiedades mágicas que parecían esparcirse entre los presentes en esas ceremonias, según notables testimonios.

Quizás por eso, en estos Cuentos a la hora del té que Guillermo Balbontín nos presenta hoy, predomina precisamente eso, la magia, una magia sutil que hace que una rosa no se marchite por el paso del tiempo, que un muñeco de nieve no claudique ante los rayos del sol, que los personajes de los libros cobren vida entre las estanterías de una biblioteca o que un dinosaurio se nos aparezca como la terrible metáfora de un mundo lleno de odio. Historias en las que resuenan ecos de O. Henry, de Poe, de Twain, de London, y en las que, sobre todo, se impone la visión culta, sensible y entrañable, de hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como diría A. Machado, de Guillermo –Buby– que, como siempre, sabe derramar sobre sus relatos su tremendo amor por la Literatura y, de paso, también por la Pintura, a la que nos acerca con sus dibujos magistrales y con un par de cuentos en los que este Arte se erige en protagonista.

Antonio Fernández Ortiz